Ausencias y presencias
Por Baltasar Aguilar Fleitas
Hace una semana se conoció el hallazgo de nuevos restos humanos en el batallón 14 ubicado en Toledo, Canelones, que muy probablemente corresponden a algún detenido desaparecido durante la dictadura civil y militar que sufrió nuestro país (1973-1985).
Una de las consecuencias de este quiebre institucional fue la violación de los derechos humanos bajo múltiples formas, entre ellas el asesinato y desaparición de personas.
Los familiares y amigos de los desaparecidos y la memoria colectiva no los han abandonado pese al tiempo transcurrido. Pero quizás esa porfiada evocación no vive solamente en las personas. Pocas veces nos hemos puesto a pensar a qué cosas usadas y a qué lugares frecuentados por ellas se aferran los recuerdos de un ser que no está: un rincón de la casa, una mesa de un bar, un libro subrayado, una taza preferida, un termo y un mate, una prenda, una lapicera…tal vez una silla, testimonian esa vida truncada.
El escritor español José Martínez Ruiz, más conocido por su seudónimo Azorín, en un libro exquisito llamado Confesiones de un pequeño filósofo (1904), decía: “Yo amo las cosas… ¿Tienen alma las cosas?, ¿tienen alma los viejos muebles, los muros, los jardines, las ventanas, las puertas?”. Comparto este pensamiento de Azorín. Creo que sí, que tienen alma no solo las personas sino también los animales, las plantas y las cosas, y que mirarlas, tocarlas, olerlas y sentirlas es una forma de ponernos en contacto con quienes las usaron, cuidaron y amaron. Con esas cosas también se puede hacer arte y mantener viva la memoria, como ya veremos.
Esta semana nos proponemos recordar a esas personas que aún están desaparecidas, y a los que se resisten a desaparecer para siempre sepultados en tierra, cal y losas, y reaparecen de tanto en tanto bajo la forma de restos óseos.
Con ese motivo les presento una obra que se llama 1550 sillas. No es una pintura ni una escultura sino una instalación efímera -de hecho, ya no está- que fue presentada en la octava Bienal de Estambul en 2003. Su autora es Doris Salcedo, una escultora colombiana nacida en 1958, que vive y trabaja en Bogotá. Su labor artística está muy relacionada con la situación política de su país. Utiliza a menudo muebles para expresarse. Desde fines de los 80 del siglo pasado visita las zonas más pobres de Colombia, habla con familiares de personas que han sido asesinadas por la violencia, y luego utiliza esos testimonios en la creación de sus obras. Lo que modela esta artista es lo que algunos denominan escultura social: recoge y da forma a vivencias muy dolorosas y construye una narrativa metafórica de los hechos y situaciones, narrativa que es una forma de duelo y también de recuerdo. En esta obra, por ejemplo, vemos una acumulación desordenada y caótica de sillas que quedan apretadas entre dos edificios de Estambul. Esas sillas testimonian a la vez la ausencia y la presencia de quienes las usaron. Por supuesto quienes ven esto tienen que hacer un viaje desde el hecho crudo -sillas apiladas- hasta su significado más profundo. La artista dice a propósito de una situación de guerra, pero que es aplicable al terrorismo de Estado:
«Al ver estas 1.550 sillas de madera apiladas entre dos edificios en el centro de Estambul, recuerdo las fosas comunes. De víctimas anónimas. Pienso tanto en el caos como en la ausencia, dos efectos de la violencia en tiempos de guerra. Lo que trato de sacar de estas piezas es ese elemento que es común en todos nosotros […] Entonces no estoy narrando una historia en particular. Solo me refiero a las experiencias».
Recuerda Jorge Luis Borges que “Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre”. Si es así, es posible que en la perseverancia de su ser, esas sillas, que soportaron alguna vez un cuerpo, mantienen la memoria y transmiten en el presente un mensaje que ayuda a atenuar el sufrimiento de la ausencia.
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