El sentido de maravillarse
Por Christian De los Santos
Podríamos acordar que el sentido de maravillarse, tal vez sea de las cosas más preciadas que tiene una persona, al cabo de su paso por esta vida. El sentido preciado sería por todo aquello que sentimos, que experimentamos en tiempo real, con la conciencia a pleno, aquí y ahora. Este sentido es el que nos permite transformar esas vivencias en experiencia, a modo de revelaciones y enamoramientos que mantenemos con ciertos sucesos de la vida y de la naturaleza, alojándose en nuestra memoria.
Si deconstruyeramos el sentido de maravillarse, tal vez podamos encontrar el acto de descubrimiento y de hallazgo, junto a sentimientos como el asombro, la sorpresa, la inocencia y la contemplación. Ni más ni menos que el sentido de enamorarse de la vida. Y seguramente este sentimiento que nace del acto de maravillarse, sea el que más a flor de piel está durante nuestra infancia. Funcionando como el combustible de nuestra curiosidad, de querer saber, de querer conocer cuanta cosa se presenta en nuestro camino. Nos maravillamos de la vida del caracol, de cada ser vivo de ese reino y de todos los reinos existentes. Nos volvemos exploradores, investigadores y por consiguiente, nos vamos maravillando.
También podríamos señalar que, a diferencia de otros sentidos, el de maravillarse lo traemos de fábrica. Podríamos entenderlo como la forma directa de relacionarnos con la vida, con la experiencia directa. A diferencia de otros sentidos, que aparecen mucho después; como el sentido de responsabilidad o el sentido de superación, que funcionan más a modos de constructos culturales, según las lógicas de sentido de turno. Pero hay algo que pasa (que también podemos identificar y acordar) y es que, en esta era de industrialización y TIC (tecnologías de la Iiformación y comunicación), el sentido de maravillarse con lo más simple de la vida, parece perder potencia en el pasaje de nuestra infancia hacia la vida adulta. Conforme vamos transitando la adolescencia y la adultez, ese sentido de maravillarse ya no nos acompaña con tanta presencia, con tanta facilidad. La realidad va siendo capturada por nuestra consciencia y viceversa. Y en esas transiciones evolutivas entre la infancia y la adultez, se van instalando otros sentidos, se van construyendo otras valoraciones, que a veces nada tienen que ver con nuestros deseos más íntimos. Comenzamos a perseguir y vivir por y para sueños y anhelos, intentando sentir lo maravilloso que puede ser, como un día lo logramos, en nuestros primeros encuentros con el caracol. Podríamos señalar que va cambiando nuestro sistema de valoración; entonces aquellas cosas que antes nos maravillaban ahora no son tan propicias o intensas para hacerlo, en tanto de provocar aquellos sentimientos de asombro y de contemplación.
Y no escribo en desmedro de tener sueños y proyectos y sentir los sentidos que conllevan. Aliento a tenerlos. Lo que me interesa precisar en esta columna, es restituir el valor del sentido de maravillarse en la vida adulta, ya que muchas veces da la sensación de que lo perdemos seguido, individual y colectivamente. A veces pareciera que tenemos que hacer un sobre esfuerzo para evocarlo, como si funcionara de manera intermitente, que aparece y desaparece. Si acaso pudiéramos recuperar la sensibilidad de ese sentido, de conectar con lo más simple de las cosas (como canta Hereford, la banda de rock nacional), tal vez revitalizaríamos muchos sentidos que hacen a nuestra naturaleza, quitándole el monopolio a aquellos sentidos que funcionan como conservas culturales y que muchas veces, nos provocan sin sentidos.
En clave terapéutica, para volver a maravillarnos en la vida adulta y no solo con los caracoles, sugiero considerar 3 principios claves que tenían los griegos, para pensar y reflexionar acerca de la realidad: ellos son Thaumazein, Agnoia y Alêtheia.
Cuando hablamos de Thaumazein, hacemos referencia a tener capacidad de asombro, de tener la fuerza y la humildad de maravillarnos con el discurso del otro, tiene que haber algo del otro que nos toque. Agnoia, significaría la humildad de reconocer nuestros alcances, nuestra ignorancia, reconocer que no sabemos, que nuestros conocimientos son limitados. Y Alêtheia, se referiría a la sinceridad de los hechos y la realidad. Lo que es, lo que se revela, sin juicio. Aquello que se desoculta, lo aparentemente evidente y verdadero.
Tener presente y utilizar en cada acto estos tres principios, nos habilitaría la posibilidad de reconectar y recordar cómo es ese sentido de maravillarse, en el encuentro con los demás. Tal vez nos pueda aportar más de lo que imaginamos, en referencia a los sentidos que le damos a la vida en la adultez. Preguntarnos qué nos maravilla, en este momento de nuestras vidas, puede ser un buen comienzo. Recuperar esta sensibilidad, seguramente aporte a la reprogramación de las formas que tenemos de percibir la vida, de las narrativas que usamos para contarla y de las formas de relacionamiento que accionamos hacia los demás y hacia el entorno. En cada instante que se naturaliza nuestra vida como rutina, también yace una oportunidad. Lo inédito y lo espontáneo jugarán las nuevas coordenadas para el próximo maravillamiento.
Comments