Sencillamente espléndida
Actualizado: 17 mar 2021
Por Paula Pellegrino
Nueve lágrimas de zafiro, unidas por un finísimo hilo de plata, habían dormido en el fondo del cajón de la cómoda por más de treinta años. Treinta y siete habían pasado desde el día en que Doña Amalia, tres noches antes de convertirse en su suegra, le pidió que escogiera entre sus joyas aquella que más le gustara. Ese collar, tan sobrio como elegante, había provocado la mirada fascinada de sus antiguas compañeras del colegio desde el mismo momento en que aferrada al brazo de su padre, atravesó el corredor central de la Catedral Metropolitana para encontrarse con Carlos y su atlética figura de joven militar.
No había vuelto a usar el collar desde el 30 de julio de 1980. Esa misma noche se había puesto también el vestido negro, rescatado ahora del fondo del armario y protegido por la funda con que lo habían devuelto de la tintorería. Recordaba con cuánta dulzura, en cada una de las primeras pruebas, la vieja modista de doña Amalia había afirmado la tela sobre su cuerpo y marcado con precisión, armónicas y sugerentes curvas. ¡Idéntica a Rita, en Gilda! - tal como él la había soñado- casi arrastrando el ruedo contra el piso, mientras un tajo escondido abría la libertad a su pierna derecha, por encima de la rodilla.
Se maquilló con paciencia y ceremonia. Disimuló cada una de las arrugas que habían surgido en su rostro y escondió la breve cicatriz alojada al costado del ojo izquierdo. En ese ejercicio cotidiano, realizado sin dudas ni pereza durante treinta años, había aprendido el oficio de una hábil artesana de secretos.
Eligió un lápiz labial de un rojo intenso. Apenas rozó, mediante un balanceo, el labio inferior, y con un beso en el aire contagió de color sangre el contorno completo de su boca. La combinación de sombras grises realzaba sus ojos castaños. Un par de movimientos fueron suficientes para liberar una cascada de ondas plateadas, disfrazadas de brillo y negro por la mano del peluquero. Sonrió al ver su cara dibujada en el espejo. En un rápido pestañeo borró las imágenes que cada noche amenazaban con cruzarse entre ella y su reflejo y volvió a ajustar el vestido sobre el cuerpo. Constató que las manchas ya no estaban. La costura en el centro del escote era casi invisible. Se calzó los zapatos y avanzó nuevamente hacia la cómoda. Caminaba ahora con la mirada en alto y la sofisticada seguridad que lucen las mujeres acostumbradas a moverse con los talones a cinco centímetros del suelo. Otra vez frente al espejo, cerró el broche del collar dejando caer las nueve lágrimas sobre el pecho. Cubrió los hombros desnudos con una estola de piel de zorro, dio un par de pasos hacia atrás y pudo ver su cuerpo entero. Se revisó de frente y de perfil mientras amoldaba cada uno de los pliegues del vestido al devenir de las caderas.
¡Ay, Carlos! ¡Sencillamente espléndida! “No cualquier Coronel podía mostrar una esposa como ella”, comentaban las chicas en el club. Había sido la joya perfecta para engalanar cada uno de los ascensos en la vertiginosa carrera de Carlos. Algo de mérito tenía ella en el respeto y veneración que despertaba su marido entre sus camaradas y en los distinguidos círculos que frecuentaban.
¡Ay, Carlos! ¡Qué sorpresa cuando la viera! A punto de cumplir sesenta años su cuerpo sugería, todavía, gracia y sensualidad. La dieta estricta, las caminatas y los partidos de tenis le permitían usar el vestido ceñido y un escote pronunciado.
En el borde de la escalera comenzó a dibujar una nueva sonrisa. Bajó despacio, con la mirada en alto. Cada escalón la descubrió más rígida y feroz. Ya en el final, enlenteció un poco la marcha. Se detuvo para tomar aire. Luego entró majestuosa en la sala, dónde sumergido en la silla, inmóvil, con la boca torcida y babeante, los ojos apenas entreabiertos, esperaba el Coronel Carlos Villamar, condenado para siempre al silencio. Mirna sonrió, giró sobre sus pasos para que él la viera y exclamó, casi riendo: ¡Espléndida!, ¿no? ¡Como Rita! Acá estoy. Soy yo. ¡Sencillamente espléndida!
Una vez más mordió las palabras para repetirse a sí misma: ¡Espléndida! ¡Sencillamente espléndida!
Entonces volvió a escuchar los gritos: ¡Atorranta! ¡Puta! ¡Eso es lo que sos! ¡Una puta! Otra vez sintió la música, el anillo que le cruzaba el rostro y le cortaba la piel al costado del ojo, la sangre, los golpes, vio el vestido rasgado y el vaso de whisky que se estrellaba contra la pared, las nueve lágrimas en el suelo. ¡Atorranta! ¡Puta! ¡Eso es lo que sos! ¡Una puta! La escena se había repetido con otros vestuarios y otros perfumes, pero siempre con las mismas palabras, golpes y silencios. ¡Atorranta! ¡Puta! ¡Sencillamente espléndida! ¡Una puta! ¡Sencillamente espléndida!
Abrió la puerta de calle y salió. Dos columnas flanqueaban los cinco escalones que la separaban del sendero. Tenía por únicos testigos a su cero kilómetro abandonado frente al garage y los pocos árboles que rodeaban el parque. Cruzó el portón sin mirar atrás.
El sol de verano derretía el asfalto en Montevideo. Eran más de las diez de la mañana de un 17 de enero. Caminó con la estola de piel de zorro al cuello, casi arrastrando el ruedo contra el piso. Atorranta. Puta. Un tajo escondido abría la libertad a su pierna derecha. Eso es lo que sos. Nueve lágrimas en el pecho. Caminó. Atorranta. Caminó. Caminó. Puta. Y siguió caminando por las calles que la protegerían para siempre del silencio. Espléndida. Sencillamente espléndida.
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