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El día que conocí a Eduardo

Actualizado: 17 sept 2020

Por María Noel Estrada

Tengo que hacer un trabajo para la facultad sobre la influencia de la dictadura en la cultura en Uruguay y quiero entrevistar a Eduardo Galeano. Pero, ¿cómo lo contacto? Con Sole, mi compañera de equipo -no sabemos bien por qué- tenemos la idea de que es algo difícil de lograr porque no da muchas entrevistas. Entonces recuerdo que tengo algún grado de parentesco, no sé bien qué somos pero sí sé que su madre y mi abuela hablan por teléfono dos por tres.


Llamo a mi abuela, me explica el grado de parentesco nombrando a los Muñoz, la prima, la tía, el sobrino, el abuelo y a tanta gente más que no puedo registrar nada, solo cuando me dice que hablará con su prima Piruncha. A los 15 minutos me llama a la oficina y me pasa el número de Galeano para que arregle con él y me cuenta feliz, que Piruncha está encantada.


Tengo en mis manos el teléfono de Eduardo Galeano. No lo puedo creer. Lo llamo, atiende él, le digo quién soy e inmediatamente noto su disgusto por esta obligación irrevocable a pedido de su madre. Igual, a los pocos segundos, también me lo hace saber aclarando, además, que dispone de solamente 15 minutos tal día, a las 12.30 en el Café Brasilero (pienso para mis adentros: y sí, ¿dónde más?). Agradezco -un poco entre dolida y contenta- y cuelgo. Le cuento a mis compañeros de oficina. Unos lo aman, otros no tanto, uno me dice que una vez un amigo trató de entrevistarlo y no pudo. Lo que sí sucede es que todos reconocen su talento y que es, sin dudas, un representante de la literatura y de la cultura nacional.


Llega tal día de diciembre de 2005. Paso por lo de mi madre (que me queda de camino) a buscar un par de libros sin decirle por qué. A las 12:30 entró al Café Brasilero. Lo identifico inmediatamente sentado en la mesa contra la pared a mano derecha. Me acerco. Levanta la mirada y me presento. Me saluda, tomo asiento y me recuerda, ahora más amablemente, que solo cuenta con un máximo de 15 minutos porque tiene otras cosas que hacer. Igual no me parece simpático pero sí justo, al final quién soy yo para robar su tiempo cuando además esto fue casi una imposición de su madre. Sin el “casi”.

De todas formas, pienso aprovechar esos 15 minutos al máximo.


Cordialmente me invita con algo. Pido un jugo de naranja y comienza una charla sin prisa y sin pausa. Se me borran las preguntas que llevo escritas y empiezo a vivir en un cuento de dos desconocidos que se conocen de toda la vida. No sé cómo sucede pero sucede. Historias mágicas en sus lugares del exilio que incluyen fuego, selva, colores. Me cuenta de amigos que vio solamente una vez pero que aún lleva en su corazón. Habla del amor, de la guerra, de política, de América Latina ayer y hoy y me dice que las “Venas abiertas” sería hoy un libro diferente. En un momento me pide que le cuente sobre mí. No tengo mucho para decir: tengo dos hijos, vivo en Lagomar, estudio de mañana en la facultad un rato y me voy corriendo a mi trabajo a las 10 hasta las 18 y trato de pasar todo el tiempo restante con mis hijos, me gusta escribir pero hace tiempo que no lo hago. También me gusta cantar y eso lo hago a diario para dormir a mis hijos. Me doy cuenta de que no tengo nada muy interesante para contarle sobre mí. Me pregunta si duermo. Le digo que muy poco. Me apoda la Mujer Maravilla. Me río y le digo que somos muchas las “Mujeres Maravillas” del mundo y le hablo de Marina, mi madre y le digo que lo mío no es nada. Asiente y mientras por dentro estoy pensando que en realidad de mujer maravilla no tengo nada pero sí soy una mujer maravillada por estar viviendo varias de sus historias en vivo y en directo a través de sus palabras.


Ahí nomás me doy cuenta de algo: me siento dentro de “El libro de los abrazos”.

En un momento nos interrumpen a ver si vamos a pedir algo más. Miramos el reloj: pasaron dos horas y media. Los dos nos miramos con los ojos demasiado abiertos, con algo de horror y sorpresa. Yo me tengo que volver “ya mismo” a mi trabajo porque solo tengo media hora para el almuerzo y ya hace tres que me fui. Él tiene una cita en el BHU a las 15, o sea, a esa misma hora. Salimos casi corriendo por Ituzaingó y ofrezco llevarlo, pero le aclaro que mi auto está lleno de pelos de mi perro Froddo. Me frena en seco tomándome del brazo y me dice: “Yo aprendí a caminar agarrado de la cola de mi perra, así que imaginate lo que quiero a los perros”


Llegamos a la esquina del BHU y al despedirse me da un abrazo fuerte y me pide que le cuente cómo me va con el trabajo, que le gustó muchísimo la charla, que siga estudiando y que escriba siempre que pueda, que de eso también se trata la vida. Y ahí me queda grabada una imagen: Eduardo (sí, ya no es Galeano, es Eduardo) dándose vuelta para saludarme con la mano mientras cruza la calle.


No salgo del shock, vuelvo a la oficina (lleno el formulario para que me descuenten las horas) y miro los dos libros en el escritorio. Los abro y leo las dedicatorias y me doy cuenta de que finalmente puedo cumplir una promesa que tenía pendiente: cuando recibí mi primer sueldo "importante" (en el año 1998, creo) le compré a mi vieja todos los libros de la Edición del Chanchito que había hasta ese momento y le prometí que algún día, no sabía cómo, iba a conseguir que Galeano (sí, en ese momento era Galeano) autografiara alguno para ella. A Eduardo le encantó esta historia y así firmó los libros (y solo por eso, siempre le estaré agradecida).


Levanto la vista, cierro los ojos un momento y me doy cuenta de que he conocido a un hombre más allá de las letras y un hombre con todas las letras. Y de que nunca voy a olvidar su mirada fuerte y sensata.


Feliz cumpleaños, Eduardo.

Publicación original 03/09/2020

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