Los zapatos eran azules
Actualizado: 8 feb 2021
Por Paula Pellegrino
Todo lo que pude hacer fue bajar la vista para no mirarlos. No quería encontrar sus ojos ni sentir por ellos un solo atisbo de pena o compasión. Vi sus pies desfilar delante de mí. Eran una centena de pares bien calzados. Zapatos atados o mocasines, de gamuza o buenos cueros, muchas botas de campo y también de mujer, deportivos, tacos, cuatro o cinco pares de zapatitos pequeños, los únicos inquietos. Ningún par viejo ni demasiado gastado y tampoco ninguno moderno en exceso. Tal vez por la falta de lustre, unos negros, un poco más deslucidos que el resto, me hicieron adivinar que había un cura. Era previsible, porque ni siquiera el despliegue de certezas terrenales, que reflejaban tanto las suelas como los empeines, podía ser suficiente para sostener un silencio tan parco apenas arañado por algunos susurros.
Aún cuando no hubiera visto los zapatos, con sólo respirar ese aire enmudecido impregnado por la fragancia seca de indudables flores blancas, por el olor a cuero, a telas finas y a naftalinas, todo mezclado en el aroma de la tierra negra recién removida, podría haber imaginado la clase de entierro que me tocaba ese día. Hacía tiempo que yo trabajaba en el cementerio, desde que el parque era un terreno gris y los árboles no despegaban ni medio metro del suelo. Sin embargo, cada vez que ellos venían a despedir a sus muertos, volvía a sentir esa distancia de exilio, o más bien, la curiosa ajenidad de un extranjero.
Todo fue brevísimo y sobrio. Sin discursos, sin lágrimas, sin recuerdos. El tipo estaba muerto. Para ellos fue un alivio. Lo supe en el momento en que el cajón llegó al fondo del pozo y la tierra le empezó a caer encima. Algún suspiro ahogado, un ruido seco de abrazos palmeados y de golpe el aire perdió densidad. Los cuerpos vivos rompieron el orden, la discreta multitud se dispersó con pasos presurosos y el tono de las voces pareció subir y aflojarse mientras se alejaban.
Fueron desapareciendo los autos. El cementerio volvía a ser parque. Un ruido de motores se escapaba por la carretera. Recién ahí me atreví a levantar de nuevo la cabeza. A pocos metros, dos hombres y una mujer conversaban todavía tranquilos mientras crecía una tarde de domingo que no apuraba el regreso. Ya terminábamos de juntar las palas y ordenar las cuerdas. Hasta yo mismo empezaba a sentir el alivio final de esa historia siniestra cuando sentí la presencia de la niña.
–Señor –el primer sonido de su vocecita suplicante fue una trampa. Obligado, bajé la vista y estuve a punto de encontrar sus ojitos, que imaginé tristones, casi indefensos. –Señor, ahora el abuelito está en el cielo ¿no?
De pronto todos nuestros muertos sin tumba hicieron fila entre ella y yo para impedir que nuestras miradas se cruzaran. No supe cuánto tiempo más ella se quedó ahí, esperando una respuesta, con sus impecables zapatos azules y su metro de estatura, paradita en medio del césped, al borde de la tumba del dictador.
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